Cinco días después

 

Hace un par de días deliraba entre sábanas blancas y hoy, convaleciente el alma y con la esperanza de que perdure esta recobrada lucidez, nacen las primeras palabras de este relato. Sé que aún no estoy en condiciones, me tiembla el pulso y la cabeza no cesa de dar vueltas, pero veo preciso actuar con premura, antes de que se esfume lo intangible y la caprichosa memoria confine a perpetuidad los recuerdos en sus insondables recovecos. Pese a que todo es tan reciente, a mi razón, aún desconcertada, le cuesta discernir la realidad de lo incierto, pero la evidencia es incontestable: mi rostro ha cambiado y el aplomo en la voz no me pertenece. Siendo el mismo me siento otro. Y esta sensación se acentúa cuando observo que cuantos me rodean me dirigen miradas que no reconozco, algunas sorprendidas y otras penetrantes, pero todas nuevas para mí, como si estuviesen frente a un extraño.

Miles de secuencias se proyectan en mi retina. Veo la sangre y oigo el llanto. Y entre destellos se me presenta la angustia y el dolor, la emoción y la dicha, la muerte y la vida. Un carrusel de sensaciones contrapuestas, que por intensas no dejan de ser perecederas. Y por nada del mundo quiero que se pierdan. Por eso empiezo ya, sin apenas fuerzas, confuso, a ratos trastornado, temeroso de que la fragilidad de la memoria me impida narrar en toda su magnitud unos hechos que han marcado mi vida para siempre. Todo comenzó de la manera más inesperada.